Recientemente he tenido varias reuniones en un cliente. Se trata de una empresa de tamaño relativamente importante y, acorde a su volumen, con relativas peculiaridades comunes a ese tipo de empresas. Entradas principales a los edificios suntuosas, evocadoras de sensación de grandeza, personal de control de acceso y tarjetas identificativas. El clásico lugar en el que a veces podrías pensar que estás más en un edificio gubernamental que en una sede de una organización privada.
Siempre que me personaba allí tenía la misma persona delante, a la que tenía que darle mi nombre, mencionarle con quién quería hablar y esperar el procedimiento formal de localizarlo y contactar con él. Esta gestión se realizaba siempre dentro de la más absoluta cordialidad, y formalidad profesional. Siempre en un tono absolutamente neutro, de desconocido a desconocido.
Hasta que en una ocasión uno de los trabajadores salía del edificio en el mismo instante en el que yo estaba con esta persona, y pude oir cómo se despedía pronunciando su nombre. Capté la palabra al vuelo y, ya en el momento de despedirme, repetí el saludo. Pude observar un segundo de duda por su parte, sorprendido, antes de darme los buenos días.
Curiosamente, la siguiente vez que regresé tuvo un saludo más directo, recordaba mi nombre, y recordaba con quién quería hablar. Era evidente que mi despedida del otro día había traspasado la barrera del anonimato, y le había llegado. Le llegó, tomó nota y decidió que no podía/debía/quería quedarse atrás.
Por otro lado, estamos trabajando actualmente con un posible cliente potencial al que nos está costando llegar a un compromiso adecuado de costes y alcance. Ambos sabemos que queremos trabajar juntos, pero las cuestiones presupuestarias nos obligan a plantear nuestra colaboración en varias fases o incluso en varios proyectos.
Debido al ritmo frenético que tiene este contacto, localizarlo a veces resultaba complicado, y me costaba conseguir alguna indicación válida por parte de su secretaria, más allá del mero comentario “El Sr. X no se encuentra. Llámelo en otro momento, por favor, o le paso un recado”.
A raíz de conocer el nombre de su secretaria, busqué en una ocasión otro enfoque. Llamé preguntando directamente por ella, le comenté quién era (para ubicarla en la conversación) y acto seguido, con mucho sentido del humor, le pregunté si sería posible contactar con él. Sorprendentemente, me resumió rápidamente toda su agenda de esa mañana (incluido horas previstas de sus reuniones y si eran o no en su oficina), y me indicó con precisión en qué momento podría localizarlo. Antes de terminar esa llamada, me comentó que le dejaría un post-it en su pantalla del monitor.
¿Cuál fue el elemento diferenciador? Creo que desde el momento en el que dejé de considerarla un obstáculo y la consideré un recurso valioso. Cuando dejé de considerarla meramente como una secretaria y la llamé por su nombre.
Decía Dale Carnegie que el sonido más dulce en cualquier idioma es nuestro propio nombre. Al utilizarlo, conseguimos captar -al menos momentáneamente- una atención completa de nuestro interlocutor.
En el Antiguo Egipto, el nombre de una persona era considerado un componente espiritual del ser humano. Escribir y pronunciar el nombre de alguien era perpetuarlo en la memoria, hacerlo vivir. Era muy importante para los egipcios que su nombre no cayera en el olvido. Por eso, los faraones mandaban construir edificios donde hacían tallar su nombre en la piedra, para ser recordados eternamente y no “morir” en el Inframundo. De hecho, uno de los castigos más crueles y que aterrorizaba a cualquier egipcio era que su nombre fuera borrado y que estuviera prohibido decirlo, porque era desaparecer en el mundo y en el inframundo.
Piensa en tus interlocutores: en tus clientes, en tus proveedores, en tus amigos, en tus familiares, en tus compañeros,… Su nombre es mucho más allá de una mera forma de identificación para hacer referencia a esa persona cuando hablas con otras. Es una herramienta de comunicación directa.
Piensa en la satisfacción que te produce saber que alguien ha recordado tu nombre, sobre todo si ha pasado tiempo desde la última vez que lo viste.
Esfuérzate en recordar los nombres de las personas. Usa el nombre en las conversaciones con relativa frecuencia, especialmente para solicitar algo, para dar indicaciones o para las conversaciones agradables. Valora los resultados que se obtienen.
Sobre este tema siempre me viene a la mente una de las últimas escenas de la película “El Crisol” (1996, dirigida por Nicholas Hytner), una intensa discusión entre Daniel Day-Lewis y Paul Scofield en referencia a la firma de un documento, que recomiendo por las poderosas reflexiones que incita.
Hay gente que piensa, como yo hacía en su día, que son realmente malas para recordar nombres. A tal respecto, pregunto: ¿cómo se llama el conductor español de Formula 1 tan aclamado en nuestros tiempos? ¿cómo se llama el actor protagonista de Terminator? ¿cómo se llaman los nombres de los personajes de tu serie favorita? No se trata de ser bueno o no recordando nombres… se trata de dedicar el esfuerzo necesario a entrenarse en ello.
Los nombres de las personas con las que tratas son importantes. No subestimes el poder del nombre.