En el mundo en el que vivimos, es frecuente observar la rivalidad tensa entre distintos individuos u organizaciones. Ya sea porque el otro interfiere en nuestro camino o en nuestros objetivos, o bien porque el otro desea ocupar un mismo recurso o espacio que nosotros… el caso es que nos toca competir con él.
Esta necesidad de competencia se nos da miles de veces a lo largo de nuestra vida, y comienza desde edades muy tempranas. Siendo niños, aprendemos a competir por un mismo juguete, por tener la atención de nuestros padres o por un mismo balón.
A medida que vamos creciendo, cambian los espacios o los recursos por los que competimos, pero lo cierto es que continuamos compitiendo. Competimos por alcanzar una determinada nota de acceso a ciertos estudios, competimos por un mismo trabajo, competimos por el amor de una persona o competimos por una determinada posición en nuestro ámbito laboral.
Forma parte de nuestra vida tener que competir con otros, puesto que es un hecho que procede de la propia naturaleza, gran parte de nuestro mundo es eminentemente competitivo y tenemos codificado en nuestros propios genes las propias instrucciones para competir.
Sin embargo, muchas personas no han adquirido una base emocional suficiente para esta realidad. En su lugar, desarrollan una percepción negativa de la competencia («odio competir, porque no quiero llevarme mal con los demás«) o una reacción emocional hostil hacia el otro. Dicho de otra manera, muchas veces no vemos adversarios, sino enemigos, llevándolo a extremos de gran tensión, hasta a veces generar mucha agresividad (manifestada o contenida).
Pero gran parte de esa tensión es innecesaria. No nos hace rendir mejor, ni nos hace vivir mejor. Simplemente, enturbia el ambiente que nos rodea y empeora nuestra calidad de vida.
Es posible tener rival y no sentir hostilidad hacia él. Es posible mantenerse seguro de uno mismo, a pesar de no estar seguro del resultado. Esto se consigue cuando dejas de ver al otro como un obstáculo, y comienzas a verlo como una ayuda para el auto-progreso. La presencia de alguien contra quien competir es muchas veces lo que necesitas para motivarte, para medirte a ti mismo y para buscar la mejora.
Desarrolla la capacidad de competir sin generar hostilidad. Desarrolla la fuerza necesaria para no tener miedo de perder, de forma que no sea éste el motivo de un conflicto con la otra persona. Desarrolla la fortaleza para que competir contra otro no sea algo que te genere rabia, frustración o inseguridad. Desarrolla la capacidad para convertir el hecho de competir en algo que te alimente, que te nutra.
En ocasiones, los ejemplos vivos son la mejor muestra de que algo es realizable, y el ámbito deportivo es altamente claro en lo que respecta al concepto de competencia. De ahí el siguiente ejemplo: Roger Federer y Rafael Nadal son tenistas profesionales que actualmente ostentan las principales posiciones en el ranking mundial. Son ampliamente conocidos por la enorme competencia que llevan teniendo desde hace años, luchando y pugnando por batirse mutuamente.
Uno pensaría que para poder mantener la motivación necesaria durante tantos años, y en un ejercicio tan exigente como el tenis profesional, hay que alimentar el espíritu con el odio. El odio al contrario, el desprecio a las aptitudes del otro, es lo que debería ayudar a mantener la concentración y el desempeño. Sin embargo, nada más lejos de la realidad…
Se puede competir con pasión, pero sin violencia. Se puede emplear el hecho de competir como fuente para nutrirte como persona. Todo depende de cómo lo enfoques… Tú decides.